Hoy 22 de octubre celebramos la memoria de San Juan Pablo II y queremos acercarnos a algunos de sus discursos dedicados a los institutos seculares.
Al II Congreso Mundial de Institutos Seculares (28 de agosto de 1980)
«A los laicos toca una obligación específica en este campo, he tenido ocasión de subrayarlo en distintos momentos, en correspondencia exacta con las indicaciones dadas por el Concilio. «Como pueblo santo de Dios -dije por ejemplo en Limerick en mi peregrinación a Irlanda-, estáis llamados a desempeñar vuestro papel en la evangelización del mundo. Sí, los laicos son llamados a ser también «sal de la tierra» y «luz del mundo». Su específica vocación y misión consisten en manifestar el Evangelio en su vida y, por tanto, en introducir el Evangelio como una levadura en la realidad del mundo en que viven y trabajan. Las grandes fuerzas que configuran el mundo (política, mass-media, ciencia, tecnología, cultura, educación, industria,
trabajo) constituyen precisamente las áreas en las que los seglares son especialmente competentes para ejercer su misión. Si estas fuerzas están conducidas por personas que son verdaderos discípulos de Cristo y, al mismo tiempo, plenamente competentes en el conocimiento y la ciencia seculares, entonces el mundo será ciertamente transformado desde dentro mediante el poder redentor de Cristo» (Homilía pronunciada en Limerick el 1 de octubre de 1979; L´Osservatore Romano, 14 de octubre de 1979, p. 6).
Recordando ahora este discurso y ahondando en él, siento urgencia de atraeros la atención hacia tres condiciones de importancia fundamental para la eficiencia de vuestra misión:
a) Ante todo debéis ser verdaderos discípulos de Cristo. Como miembros de un Instituto Secular, queréis ser tales por el radicalismo de vuestro compromiso a seguir los consejos evangélicos de tal modo que no sólo no cambie vuestra condición, ¡sois y os mantenéis laicos!, sino que la refuerce en el sentido de que vuestro estado secular esté consagrado y sea más exigente, y que el compromiso en el mundo y por el mundo, implicado en este estado secular, sea permanente y fiel. Daos bien cuenta de lo que ello significa. La consagración especial que lleva a plenitud la consagración del Bautismo y la Confirmación, debe impregnar toda vuestra vida y actividades diarias, creando en vosotros una disponibilidad total a la Voluntad del Padre que os ha colocado en el mundo y para el mundo. De esta manera la consagración vendrá a ser como el elemento de discernimiento del estado secular, y no correréis peligro de aceptar este estado como tal simplemente, con fácil optimismo, sino que lo asumiréis teniendo conciencia de la ambigüedad permanente que lo acompaña, y lógicamente os sentiréis comprometidos a discernir los elementos positivos y los que son negativos, a fin de privilegiar unos por el ejercicio precisamente del discernimiento, y eliminar los otros gradualmente.
b) La segunda condición consiste en que a nivel de deber y experiencia seáis verdaderamente competentes en vuestro campo específico, para ejercer con vuestra presencia el apostolado del testimonio y compromiso con los otros que vuestra consagración y vida en la Iglesia os imponen. En efecto, sólo gracias a esta competencia podréis poner en práctica la recomendación del Concilio a los miembros de los Institutos Seculares: «Tiendan los miembros principalmente a la total dedicación de sí mismos a Dios por la caridad perfecta, y mantengan los Institutos su carácter propio y peculiar, es decir, secular, a fin de cumplir eficazmente y dondequiera el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el que nacieron» (Perfectae Caritatis, 11).
c) La tercera condición sobre la que quiero invitaros a reflexionar, la forma la resolución que os es propia, o sea, cambiar el mundo desde dentro. Pues estáis insertados del todo en el mundo y no sólo por vuestra condición sociológica; esta inserción se espera de vosotros como actitud interior sobre todo. Por tanto, debéis consideraros «parte» del mundo, comprometidos a santificarlo con la aceptación plena de sus exigencias, derivadas de la autonomía legítima de las realidades del mundo, de sus valores y leyes. Esto quiere decir que debéis tomar en serio el orden natural y su «densidad ontológica», tratando de leer en él el designio querido por Dios, y ofreciendo vuestra colaboración para que se actualice gradualmente en la historia. La fe os da luces sobre el destino superior a que está abierta esta historia gracias a la iniciativa salvadora de Cristo; pero no encontráis en la revelación divina respuestas ya preparadas para los numerosos interrogantes que os plantea el compromiso concreto. Es deber vuestro descubrir a la luz de la fe, las soluciones adecuadas a los problemas prácticos que surgen poco a poco y que con frecuencia no podréis obtener si no es arriesgándoos a soluciones sólo probables.»
Asamblea Plenaria de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares – 1983: Mensaje a los Institutos Seculares
Dentro del Pueblo de Dios, los Institutos sintonizan fuertemente con aquella preocupación pastoral que en el concilio Vaticano II ha encontrado expresión sobre todo en la Constitución Gaudium et Spes, donde se afirma que la Iglesia «camina junto con toda la humanidad y corre en unión con el mundo la misma suerte terrena y es como fermento y alma de la sociedad humana, destinada a renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» (GS 40).
Vuestro carisma está en «profunda y providencial coincidencia» -como se expresaba Pablo VI (2-febrero-1972)- con esta exigencia de presencia de la Iglesia en el mundo, de suerte que constituís un modo específico de ser Iglesia: estáis llamados a asumir y promover cristianamente en el mundo los compromisos y los dinamismos de la historia del hombre.
Convencidos de todo esto, creemos un deber añadir también una exhortación. Sed celosamente fieles a vuestra vocación, creced en la santidad a la que todos los fieles son llamados (cfr. LG cap. V) y de la cual debéis ser testigos privilegiados.
Discurso al III Congreso Mundial de Institutos Seculares (28 de agosto de 1984)
Es un acto de humildad, de valentía y de confianza tener conciencia de estar siempre en camino, lo cual se ve y se aprende en muchas páginas de la Escritura. Por ejemplo: el camino de Abraham desde su tierra a la meta que desconoce y a la cual lo llama Dios (cf. Gen 12, 1 ss.); el peregrinar del pueblo de Israel desde Egipto a la tierra prometida, de la esclavitud a la libertad (cf. Ex); la subida misma de Jesús hacia el lugar y el momento en que, levantado de la tierra atraerá a todo a sí (cf. Jn 12, 32).
Acto de humildad, decía, que hace reconocer la propia imperfección; de valentía, para afrontar la fatiga, las decepciones, las desilusiones, la monotonía de la repetición y la novedad de volver a comenzar; sobre todo, de confianza, porque Dios camina con nosotros, más aún: el camino es Cristo (cf. Jn 14, 6), y el artífice primero y principal de toda formación cristiana es, no puede ser otro más que Él. Dios es el verdadero Formador, aun sirviéndose de circunstancias humanas: «Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla, y Tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos» (Is 64, 7).
Esta convicción fundamental debe guiar el compromiso tanto para la propia formación como para la aportación que podemos estar llamados a dar en la formación de otras personas. Situarse con actitud justa en la tarea formadora, significa saber que es Dios quien forma, no nosotros. Nosotros podemos y debemos convertirnos en ocasión e instrumento suyo, respetando siempre la acción misteriosa de la gracia.
Por consiguiente, la tarea formadora sobre quienes nos han sido confiados está orientada siempre, a ejemplo de Jesús, hacia la búsqueda de la voluntad del Padre: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). Efectivamente, la formación, en última instancia, consiste en crecer en la capacidad de ponerse a disposición del proyecto de Dios sobre cada uno y sobre la historia, en ofrecer conscientemente la colaboración a su plan de redención de las personas y de la creación, en llegar a descubrir y a vivir el valor de la salvación encerrado en cada instante: «Padre nuestro, hágase tu voluntad» (Mt 6, 9-10).
Discurso al IV Congreso Mundial de Institutos Seculares (26 de agosto de 1988)
Vuestra misión se sitúa hoy en una perspectiva consolidada por una tradición teológica: ésta consiste en la consacratio mundi, es decir, en reconducir a Cristo, como a una sola Cabeza, todas las cosas (Cfr. Ef 1,10), actuando, desde dentro, en las realidades terrenas. […]
Se exige de vosotros, por ello, una profunda unión con la Iglesia, fidelidad a su ministerio. Se os pide una adhesión amorosa y total a su pensamiento y a su mensaje, sabiendo muy bien que esto hay que realizarlo en virtud del vínculo especial que os une a ella.
Todo ello no significa disminuir la justa autonomía de los laicos en orden a la consagración del mundo; se trata más bien de situarla en la luz que le corresponde, para que no se debilite ni obre aisladamente. La dinámica de vuestra misión, tal y como vosotros lo entendéis, lejos de alejaros de la vida de la Iglesia, se realiza en unión de caridad con ella.
Discurso a un Simposio Internacional en el 50º Aniversario de la Provida Mater Ecclesia (1 de febrero de 1997)
Hace ya algunos años, dirigiéndome a los participantes en el II Congreso internacional de los institutos seculares, afirmaba que «se encuentran en el centro, por así decir, del conflicto que desasosiega y desgarra el alma moderna» (L’Ossservatore Romano, edición en lengua española, 21 de septiembre de 1980, p. 2). Con estas palabras deseaba yo hacerme eco de algunas consideraciones de mi venerado predecesor Pablo VI, que había dicho que los institutos seculares eran la respuesta a una inquietud profunda: la de encontrar el camino de la síntesis entre la plena consagración de la vida según los consejos evangélicos y la plena responsabilidad de una presencia y de una acción que transforme el mundo desde dentro, para plasmarlo, perfeccionarlo y santificarlo (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1972, p. 1). […]
Portadores humildes y convencidos de la fuerza transformadora del reino de Dios y testigos valientes y coherentes del deber y de la misión de evangelización de las culturas y de los pueblos, los miembros de los institutos seculares son, en la historia, signo de una Iglesia amiga de los hombres, capaz de ofrecer consuelo en todo tipo de aflicción y dispuesta a sostener todo progreso verdadero de la convivencia humana, pero, al mismo tiempo, intransigente frente a toda elección de muerte, de violencia, de mentira y de injusticia. También son para los cristianos signo y exhortación a cumplir el deber de cuidar, en nombre de Dios, una creación que sigue siendo objeto del amor y la complacencia de su Creador, aunque esté marcada por la contradicción de la rebeldía y del pecado, y necesite ser liberada de la corrupción y la muerte.[…]
En esa situación, es necesario que los miembros de los institutos seculares tengan una gran adhesión al carisma típico de su consagración: el de realizar la síntesis de fe y vida, de Evangelio e historia humana, y de entrega integral a la gloria de Dios y disponibilidad incondicional a servir a la plenitud de la vida de sus hermanos y hermanas en este mundo.
Los miembros de los institutos seculares se encuentran, por vocación y misión, en una encrucijada donde coinciden la iniciativa de Dios y la espera de la creación: la iniciativa de Dios, que llevan al mundo mediante su amor y su unión íntima con Cristo; la espera de la creación, que comparten en la condición diaria y secular de sus semejantes, viviendo las contradicciones y las esperanzas de todo ser humano, especialmente de los más débiles y de los que sufren.
Discurso al VII Congreso Mundial De Institutos Seculares (28 de agosto de 2000)
Vuestra experiencia de consagrados en la condición secular os muestra que no hay que esperar la llegada de un mundo mejor sólo en virtud de opciones que provienen de grandes responsabilidades y de grandes instituciones. La gracia del Señor, capaz de salvar y redimir también esta época de la historia, nace y crece en el corazón de los creyentes, que acogen, secundan y favorecen la iniciativa de Dios en la historia y la hacen crecer desde abajo y desde dentro de las vidas humanas sencillas que, de esa manera, se convierten en las verdaderas artífices del cambio y de la salvación. Basta pensar en la acción realizada en este sentido por innumerables santos y santas, incluidos los que la Iglesia no ha declarado oficialmente como tales, los cuales han marcado profundamente la época en que han vivido, aportándole valores y energías de bien, cuya importancia no perciben los instrumentos de análisis social, pero que es patente a los ojos de Dios y a la ponderada reflexión de los creyentes.
La formación para el discernimiento no puede descuidar el fundamento de todo proyecto humano, que es y sigue siendo Jesucristo. La misión de los Institutos Seculares consiste en introducir en la sociedad las energías nuevas del reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las bienaventuranzas (Vita Consecrata 10). De esta manera, la fe de los discípulos se convierte en alma del mundo, según la feliz imagen de la Carta a Diogneto, y produce una renovación cultural y social para beneficio de la humanidad. Cuanto más alejada esté y más ajena sea la humanidad al mensaje evangélico, con tanta mayor fuerza y persuasión deberá resonar el anuncio de la verdad de Cristo y del hombre redimido por él.